domingo, enero 21, 2007

María Elena

A veces me enfoca, no sin el esfuerzo que requiere centrase en mi deformada figura, para asegurarse de mi devoción por ella y verme inmerso en la quietud de lo externo, así se convierte en la única figura animada que percibo. Por sus trazos perfectos, por el ángulo recto que forma la línea que une sus hombros con la columna que, en su extensión lateral, forma la mejor de las espaldas, columna de orden dórico que mantiene erguida su bella figura.

Sus dedos son finos y cada vez que toca hiela, acaricia como sólo una vez recuerdo haber sentido, y sin haberme tocado imagino sus huesudas manos estrechando mi orondo cuerpo. Tocando las notas de un piano que suena de manera estridente y sublime, pero no son las notas son sus manos y con ellas sonríe cruel cuando se da cuenta de la fantástica mezcla de arte y soberbia que se dan cita en su seno.

En su boca todos los sabores, me vuelvo perceptivo como un fino sumiller y entre texturas y evocaciones casi me puedo desmayar de un sólo beso, beso que es llaga y boca afilada y ofensiva como medusa. El mejor de los caldos, la mejor de las sensaciones. Y ya me encuentro agarrado a su pelo que es de fuego, de mechas que encienden la envidia en el ajeno y la aspereza en ella misma, para explotar en la llama blanca de su cara, suave y pálida como la muerte, llama que ilumina cada escena de desprecio que vivo a su lado y no es con ella.

Es fácil buscar la excusa del poeta, la de la falta de palabras que expliquen lo soberbio de su imagen, pero no son las palabras sino mi osadía la que falta. El miedo que me acompaña en cada acto y que me niega describir de manera precisa su caminar. Jamás pensé que una forma de andar, el desplazamiento en sí de una figura me llegase a hipnotizar de ésta manera. Camina suficiente, girando la cabeza y describiendo un cuarto de círculo con la barbilla, de manera eléctrica. Sus ojos te lanzan una carga que consigue arrancarte una mueca y se da cuenta, otra vez.

Y es que me vuelve loco su forma de andar, muto en otro con otra a la que amar, me enrarezco y solitario me cuesta comunicar, para que se vaya, para que salga de mí o se gire, y descubra que todo lo que callo se convierte en un río de palabras que fluye, con más miedo que ternura, con vértigo. Vértigo a ser yo, a ser ella, a que seamos juntos y heredar o hurtar esos movimientos, hacerlos míos y ser yo grácil por ser ella. La más bella donde las demás ni siquiera parecen estar vivas.

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miércoles, enero 03, 2007

San Rafael y San Roque

Esta historia comienza cuando Carlos Frutos se dirige con unos amigos de la infancia a una zona elevada de la ciudad. No se trata de un mirador, ni siquiera de un bonito paraje, pero desde esa carretera, que serpentea a los pies de las mansiones de los adinerados, la ciudad parece otra. Sí, hablo de Santa Cruz de Tenerife. La imagen de su estructura una vez caída la noche es caótica, algo desordenada y esclava de un pasado urbanístico para olvidar. Después de largo rato hablando y fumando, Carlos y sus amigos vieron la figura de un hombre. Llevaba una chaqueta de piel muy gruesa y un perro de piel muy fina le seguía. Puede que fuese el efecto del cannabis o sólo la curiosidad la que les hizo acercarse a aquel hombre. Una vez frente a él, y con la única excusa de comenzar una conversación con el extraño desconocido, le preguntaron la hora. El hombre, de rostro carente de expresión, les dijo: “Te recordaré mientras la luz dure y en la oscuridad tampoco olvidaré”, y desapareció caminando mientras su perro se desintegraba en miles de diminutas partículas coloidales. Ante estas palabras y el perro coloidal, los jóvenes salieron corriendo y se dirigieron al vehículo que les había llevado hasta allí, recorrieron de regreso a casa la carretera y pudieron ver una vez más la figura del extraño sujeto. Recordaron la no documentada leyenda de la mujer de la curva, rieron pero también sintieron un escalofrío que jamás habían experimentado.

Después de esto mi buen amigo Carlos me contó la historia, yo me quedé sorprendido y, si digo la verdad, tan sólo pensé que ese día habrían consumido más marihuana de la habitual. Esas hierbas terribles que te hacen sentir un vacío frío y húmedo en la corteza cerebral.

Pasaron unos días y me fui a cenar con otros miembros del grupo de amigos, terminamos de cenar y cuando estaba hablando con Gregorio en un bar de copas que carecía de una adecuada atención al cliente, me fijé en un chico joven que estaba al final de la barra. Tenía orejas prominentes, los párpados grises y la mirada perdida. Su estado era el de una ausencia absoluta, y de pronto sentí un pánico que no recordaba. Sobre su antebrazo y desde la pantalla que tenía encima caían gotas de sangre, estaban televisando un combate de K1, una especie de boxeo con patadas o algo así. El fluido tibio sobre su cuerpo no cambiaba el semblante insustancial de aquel sujeto. Me acerqué a él, con miedo, Gregorio no me quitaba ojo de encima y cuando llegué al lado del joven se acercó a mi oído y me dijo: “Te recordaré mientras la luz dure y en la oscuridad tampoco olvidaré”. No lo niego, salí de aquel bar corriendo, me dejé la chaqueta y ni siquiera pagué.

Desde entonces y hasta el día de fin de año me costaba dormir, sentía como si me hubiesen arrancado el corazón de cuajo, pero la noche del 31 de Diciembre todo cambió. Esa noche preparé una cena en mi casa para Gregorio, Carlos, demás amigos y novias de los mismos. Estuvimos comiendo y bebiendo hasta que dieron las uvas y después salimos a la calle a visitar algunos bares del centro.

Cuando se hacían las cinco de la mañana, vi como a un señor le increpaban unos jóvenes gamberros, o no tan jóvenes y algo más que gamberros. El hombre se acercó a mí con un petardo en la mano y me pidió fuego, se lo negué, entonces me introdujo una nota en el bolsillo alegando que pronto la necesitaría. Mientras se alejaba leí la nota en la que ponía:



Factura Nº 012556

- Reducción de restos 20.04€
- Traslado de restos (Dentro del cementerio) 36.22€
- Servicios de cal (Adulto) 16.96€
- Cámara frigorífica (3 días) 255.12€
- Total: 328.24€

Arrugué la nota en mi sudorosa mano y seguí a aquel hombre, caminé, aligeré el paso y terminé corriendo tras él. Sus botas eran de jinete y su pantalón acababa dentro de ellas, también destacaba una especie de sombrero militar que me cuesta recordar. Al fin lo alcancé, no sin un malestar intenso por la bebida consumida a lo largo de la noche. El hombre me habló de un cementerio, cerca del mercado de Nuestra señora de África, donde descansan los restos de ilustres de la sociedad canaria. Me dijo que fuese a pagar mi factura, que yo ya estaba muerto. También me habló de algunos nombres, pero me quedé con el de la familia Hamilton, aquel sujeto aseguraba que tan sólo él sabía el lugar exacto donde estaba enterrado el más ilustre miembro de tan importante familia.

La noche terminó en una churrería al lado del mercado y el vacío de mi interior se hacía más difícil de aguantar en aquel lugar. Me fui a casa y dormí, esperando al día siguiente en el que tendría la tarea de buscar aquel extraño lugar que me describió.

El mercado de Nuestra señora de África debe su nombre al de la mujer del General Serrador, sus puertas se abren tras el puente que recibe el nombre del General. El mercado se inaugura en 1943 por orden del mandatario en Canarias, en el lugar donde se ubicaba una antigua recova. El mercado tuvo su época dorada en la década de los 50 y 60, años en los que no existía el actual centro de Mercatenerife. Pero cerca de éste mercado se encuentra un extraño lugar, un cementerio que cerraría sus puertas a principios del siglo XX, un terreno tapiado que tan sólo abre sus puertas el día de Todos los Santos, para que la descendencia rinda tributo a los que allí descansan, o no. Ya sabía donde estaba el cementerio, sólo me quedaba saltar la tapia y buscar al sujeto que me había escrito la factura.

La madrugada del día 2 de Enero me fui al lugar, la tapia no es difícil de saltar, y esto se comprueba al ver que la mayoría de esculturas y lápidas ya no se encuentran en su lugar. Este no es un camposanto cualquiera, es uno fundado por una epidemia de fiebre amarilla a principios del siglo XIX. De hecho, recibe el nombre de San Rafael y San Roque por ser los patronos de la salud, cuando la tradición marca que el cementerio debe recibir el nombre del primer enterrado en el mismo.

Caminé a solas por el terruño, en derredor se escuchaban sonidos y a veces notaba el frío mármol rozarme la pierna. Pero no sentí miedo, encontré aquel lugar tan acogedor como un hogar y me limitaba a buscar la tumba de los Hamilton para ver si hallaba alguna respuesta a los sucesos de los últimos días. En un momento iluminé, con mi linterna comprada a un vendedor ambulante, una de las lápidas y allí se encontraba escrita una frase, ésta decía: “Esta fosa se ha abierto para mí, aunque dicen que he muerto, vivo aquí”. El que allí descansaba era el eminente naturista Sabino Berthelot, que tanto esfuerzo dedicó a la naturaleza del archipiélago. Pero no era lo que buscaba. Sentía que ese encuentro era simplemente algo casual.

Seguí caminando y al dar unos veinte pasos más me caí, pero no al suelo!, caí en un agujero de unos diez metros de profundidad y encontré una gruta. Por ella caminé hasta que se abrió y vi barcos navegar, también observé a gente elegante ayudar a organizar las operaciones de estiba y desestiba. Tras cruzar el agua cristalina en la que se hallaban los barcos atravesé campos de nopales cubiertos de cochinilla, viñedos e incluso algún edificio que parecía ser un banco. Estaba confuso, nada parecía tener sentido, hasta pensé que todo era un simple sueño, y justo en el momento en el que me disponía a regresar a casa se me acercó un elegante hombre. Mi nombre es Lewis me dijo, Lewis Hamilton. Aquí vivimos desde hace años los miembros de nuestra familia que los de arriba dan por muertos, la fiebre amarilla no nos mató, pero nos condenó a vivir aquí sepultados, sin poder volver a ver la luz del sol.

Sólo falta uno de nosotros y te necesitamos para encontrarlo, es mi nieto Carlos J. Rufino Hamilton, sigue adelante. Le hice caso, su voz era ronca y ponía la carne de gallina, pero no de miedo sino de amor. Caminé largas horas por grutas indescriptibles, allí se daban lugar todas las actividades económicas que la familia Hamilton había ejercido en vida, pero también otra serie de situaciones espeluznantes como mujeres que comían insectos y niños que jugaban con globos llenos de una especie de ácido. Al final tras una enorme escultura que representaba a un lémur llorando, encontré una lápida. La misma no tenía escrito el nombre del difunto o ya se había borrado, pero se podían leer grabadas en la misma las siguientes palabras: “Te recordaré mientras la luz dure y en la oscuridad tampoco olvidaré”. Cuando vi la frase, Lewis apareció de nuevo, me puso la mano en el hombro y me dijo: No se acostumbra a vivir aquí. Cuando terminó de hablar ya me encontraba fuera del cementerio, no sé como llegué a salir pero allí me hallaba, ileso, sin sentir aquel vacío que me estaba matando, que estaba haciendo hueco para albergar a quien no puede vivir sin ver la luz del sol, sin respirar el aire húmedo y salino de las islas, sin tomar una cerveza con un buen bocadillo de pata.

Carlos J. R. Hamilton toma posesión del cuerpo de algunos habitantes de la ciudad de Santa Cruz, pocos son los que lo saben, el siguiente era yo, pero gracias a su abuelo Lewis pude evitar el mal trago de hallarme en una curva, en un bar, en la calle o quien sabe donde. Es fácil volver a ver a uno de éstos transportistas del alma de Carlos J. R., habitualmente visita la Bodega San Sebastián, la que antes fuera la taberna que frecuentaba el miembro de la tercera generación de los Hamilton. Estoy también seguro de que Sabino Berthelot también deambula por la ciudad enmascarado, pero eso no pude comprobarlo por mi mismo. Con respecto a la factura, no la volví a ver, supongo que al librarme de ser habitado por otro también esquivo las deudas que ello acarrea.

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